lunes, 26 de enero de 2015

  • lunes, enero 26, 2015



Ya estaba muerto cuando cayó fulminado por un tiro. 
El francotirador Chris Kyle padecía del Síndrome de Estrés Postraumáutico. Es una forma de estar muerto en vida. Es vivir como un zombie. Estás en casa, con la familia, y de pronto cualquier ruido, movimiento o grito que se parezca a los que viste o escuchaste en el campo de batalla, despierta automáticamente al violento combatiente que llevas dentro. Golpeas, amenazas, matas, o te suicidas. Kyle era un zombie desde la primera vez que regresó de Irak. Estuvo cuatro veces entre 1999 y 2009. 
Considerado 'el francotirador más letal de la historia de los Estados Unidos', a Kyle le atribuyen haber matado a 255 enemigos, pero solo le reconocieron oficialmente 160, que tampoco es poco. Lo llamaban leyenda, modelo de patriota, héroe. Era y es un orgullo para su país. Nunca antes un miembro del cuerpo de élite SEAL había recibido tanto elogio. El sábado 2 de febrero de 2013, otro ex combatiente como él, un marine  llamado Eddie Routh, a quien se había propuesto ayudar porque padecía el síndrome de la guerra, lo mató a balazos por la espalda.
Un zombie mató a otro zombie. No era una broma. Era una tragedia.
Al momento del crimen, Chris Kyle había cumplido 38 años y estaba en la cúspide. Un año antes había publicado sus memorias, El francotirador americano, un verdadero éxito de ventas. Además, Clint Eastwood había aceptado rodar la película sobre el libro. El zombie Routh cambió el final del largometraje. De no haber sido Chris Kyle la encarnación del héroe de guerra estadounidense, su muerte pudo haberse reportado como una más en la lista de crímenes perpetrados por los enfermos de la guerra.
Gloria y crimen
Eastwood exalta el patriotismo, el coraje y el valor del francotirador. En su libro, en cambio, Kyle también cuenta la parte menos heroica. Por ejemplo, que la guerra te convierte en una mierda.
"Yo estuve muchas veces en la mierda", escribió Kyle.
La mierda es la guerra.
"El número (de muertos) no es importante para mí. Solamente me gustaría haber matado más. No por tener derecho a presumir, sino porque creo que el mundo es un lugar mejor sin salvajes por ahí que se están llevando vidas de estadounidenses", escribió.
En la guerra en la que participó Chris Kyle, los buenos fueron los norteamericanos. El papel de malos lo hicieron los salvajes, los terroristas, los insurgentes, los drogados, los hijos de puta.  Todos eran iguales. Kyle no hacía diferencias. Lo dejó en claro al justificar la muerte de una mujer que pretendió lanzar una granada.

"Mis disparos salvaron a varios estadounidenses, cuyas vidas claramente valían más la pena que el alma retorcida de esa mujer. Puedo estar delante de Dios con una conciencia limpia acerca de realizar mi trabajo. Pero en verdad, odiaba profundamente la maldad que esa mujer poseía. La aborrezco hasta la fecha. Una maldad salvaje, despreciable. Eso es contra lo que luchábamos en Irak. Por eso muchas personas, yo mismo incluido, llamábamos al enemigo salvajes".
Kyle creía que Dios guiaba la mira de su fusil. O que lo ayudaba a estar despierto hasta que aparecieran los insurgentes. "A veces parecía como si Dios los estuviera reteniendo (a los enemigos) hasta que yo me situaba en el fusil", escribió. Se pintaba como un cruzado. 
A los veteranos traumatizados por la guerra también los llaman heridos mentales. Kyle era uno de ellos. Los reportes oficiales señalan  que son unos 500 mil, entre los que combatieron en Irak y Afganistán. Medio millón de asesinos y de suicidas potenciales.

El reportero del periódico The Washington Post, David Finkel, escribió sobre los veteranos de la 'guerra contra el terror'. Su libro, Gracias por sus servicios: el retorno de los soldados, es un informe desde el infierno que viven los ex combatientes. Finkel reportó: "De los dos millones que combatieron en Irak y Afganistán, los estudios indican que entre un 20 y un 30 por ciento vuelve a casa con depresión ansiedad, pesadillas, problemas de memoria, cambios de personalidad, ideas suicidas. ¿Cómo calibrar la auténtica envergadura de esas cifras y sus consecuencias, en un país que ha prestado tan escasa atención a sus combatientes? Una manera sería imaginarse a la totalidad de los 500 mil militares como puntos que se iluminan de pronto sobre un mapa de Estados Unidos. La imagen sería la de un país que brilla de costa a costa". Chris Kyle, y su asesino, Eddie Routh, eran dos de esos puntos luminosos en el mapa. Ambos veteranos sufrían el mismo trauma. Los dos habían sido entrenados para matar sin preguntar.
Como ha ocurrido en otros casos, la familia de Kyle se dio cuenta primero del trastorno. Los veteranos no quieren aceptarlo a la primera. Desde la primera vez que retornó de Irak, Tanya, su mujer, notó que la guerra lo había cambiado: "Se despertaba dando puñetazos. Él siempre había sido nervioso, pero ahora, cuando yo me levantaba a mitad de la noche, tenía que detenerme y decir mi nombre antes de meterme otra vez en la cama para asegurarme de no recibir un golpe por sus reflejos", escribió ella. Su estado empeoraría al terminar su ciclo en el conflicto. 
Era un fanático de la guerra y le perturbaba que lo vigilaran. "Si nos envían a hacer un trabajo, que nos dejen hacerlo. Por eso tienen almirantes y generales, dejen que ellos nos supervisen, y no algún congresista culón que se sienta en una silla de cuero fumando un puro en Washington DC, en una oficina con aire acondicionado, que me esté diciendo cuándo y dónde puedo y no puedo dispararle a alguien. Una vez que deciden enviarnos, que me dejen hacer mi trabajo. La guerra es la guerra", escribió.
La guerra lo persiguió incluso cuando terminó. La enfermedad te hace sentir que sigues en el mismo lugar donde sufriste violencia.  La guerra persigue a los enfermos. Chris Kyle estaba en casa, pero en su cabeza seguía en Irak, combatiendo. Es que amaba matar. "La primera vez que disparas a alguien te pones un poco nervioso. Piensas: ¿Realmente puedo dispararle a este tipo? ¿Está bien esto? Pero después de matar a tu enemigo, ves que está bien. Dices: Estupendo. Lo haces otra vez. Y otra vez. Lo haces hasta que no quede nadie a quien puedas matar. Eso es la guerra", escribió.
Kyle nunca dejó de estar en guerra. Ganó condecoraciones, se convirtió en una celebridad, lo aplaudían en la calle, pero él sentía que haber dejado Irak era una traición. 
"Comencé a beber mucho. Y lo hacía todo el día. Diría que entré en una gran depresión, sintiendo lástima de mí mismo. Iba cuesta abajo y ganando velocidad", confesó. Ser tratado como un héroe, tampoco lo alivió. Una manera de superar la enfermedad fue involucrarse en una organización para ayudar a los veteranos que enfrentaban el mismo síndrome que él. Le había prometido a la madre de Eddie Routh que lo rescataría. Routh terminaría por matarlo. Poco antes, le había dicho al periodista Michael J. Mooney, de la revista D, de Dallas: "Tú no piensas en las personas que matas. Ellos solo son objetivos. No te pones a pensar si tienen familias o empleos. No me arrepiento de nada de lo que hice".
La gloria, como la guerra, también es una mierda.

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